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jueves, abril 15

El niño de capital

La casa de mis padres estaba aislada en una zona antiguamente arrocera cercana al mar Mediterráneo. Desde el tejado de la casa se podía ver el mar que quedaba a unos 25 minutos andando tranquilamente.
Por la profesión de mi padre vivíamos allí, alejados de la ciudad y en plena tranquilidad.

Todos teníamos nuestra 'parcela' privada en la casa y nuestras tareas. Cada uno sabía cuál era su espacio y cómo no debía inmiscuirse en el del otro.

El que más espacio tenía para sus cosas era el abuelo. Cuidaba del huerto de la casa cada día y del jardín también.

Yo solía salir de mi habitación antes de la hora del almuerzo del abuelo: ensalada de tomate, cebolla cruda, ajo picado, aceite y sal, pan del día, un trozo de mojama y, algunas veces, queso de Catí. Un vaso de vino tinto con gaseosa y una nieta muy espabilada que le quitaba trozos de pan para mojar en el aceite que quedaba en el plato antes de que la abuela lo retirara de la mesa.

Una vez almorzado, le acompañaba al huerto para seguir sus órdenes. 'Abre la compuerta'...'Quita esa mala hierba'...'Las judías se recogen así'...'No pases por ahí que está embarrado'...'¡Lola, no te comas las habas!'...Jajaja...Eso era lo mejor, cuando nos sentábamos después de trabajar (bueno, él, no yo) y habíamos recogido las habas o las alcachofas. Solía pedirme que le bajara bacalao seco y pan, y mientras pelaba las habas yo mordía el bacalao, me metía una haba cruda y un trozo pan, todo a la boca...¡Estaba buenísimo!

Y eso no era todo. Nos sentábamos en el reguero y cogíamos las hojas de las alcachofas crudas y nos las comíamos. Luego un trago de agua del botijo y la boca se refrescaba de lo lindo.

Al final del verano arrancaba las tomateras, aunque tuvieran algún tomate verde y las colgaba sobre un árbol frutal para secar y que el resto de tomates que quedasen madurasen con el sol.

Recuerdo un año (yo tendría unos 8 años) que vino una visita a casa a ver a mis padres. Eran de Madrid, si no recuerdo mal, y venían con un niño que tendría un año o dos menos que yo. Me lo encasquetaron para ir a jugar al jardín mientras los 'mayores' charlaban de sus cosas.
Estuvimos jugando como me pidieron y cuando los mayores decidieron que ya habían charlado bastante, salieron al jardín a contemplar las macetas de mi madre y pasaron a ver el huerto.
El niño también quiso ir detrás de sus padres, así que entramos todos al huerto. Cuando ambos, padre e hijo, vieron el peral con las tomateras colgando, realmente no sé quién tenía más delito, si el padre porque le dijo al hijo '¡Mira hijo!..¿ves? las verduras no crecen en las verdulerías, sino en el campo', o el niño que respondió '¡Hala!¡No sabía que los tomates crecían de los árboles!'.

Impactante. Por aquel entonces yo creía que todo el mundo sabía las mismas cosas que yo. Supongo que por la inocencia de la edad.

viernes, abril 9

El secreto de la habitación del orejero

La casa de mi abuela era una casa antigua de techos altos y papel ornamental en las paredes. Las lámparas eran de farolillos o de bombillas imitando pequeños cirios. Era una casa enorme de tres plantas.

La segunda planta estaba destinada a guardar los trastos viejos, los libros del cole de cuando mi padre era pequeño, algo de ropa, muebles viejos y todo tipo de enseres inservibles ya por el tiempo. Vamos, que era una especie de desván.
La primera planta era la planta donde se ubicaban los dormitorios, el baño, la sala de estar, el comedor, un pasillo repleto de retratos familiares, un perchero de pared muy original de color dorado al lado de la escalera de acceso y un colgador de llaves recuerdo de su viaje de novios a Valencia con la foto de una fallera pintada con anilinas.

La planta baja era mi favorita. Al fondo estaba la cocina y la habitación del servicio. Luego una especie de recibidor/distribuidor donde comenzaba la escalera de acceso a las plantas superiores y en la parte de la entrada, la puerta roja con la aldaba dorada en forma de mano de señora, con pulsera incluida, y, también, una ventana que daba a la habitación del orejero floreado.

A esa habitación se entraba por el distribuidor. Desde dentro se podía ver la calle a través de los visillos del ventanal. Mi abuela nunca los descorría porque decía que la veían desde la calle, pero yo sé que cuando se sentaba en el orejero, dejaba el visillo un poco entreabierto para controlar a las vecinas de la calle.
Solía coser y hacer punto en su orejero. La verdad es que entraba siempre mucha luz. Recuerdo el día que me senté por primera vez en ese sillón. Me daba la luz del sol en los pies, que me colgaban, y me quedé dormida.
Era mi habitación favorita de la casa. Allí solía pintar mis dibujos, hacer los deberes después del cole, comerme la 'rua' de aceite y azúcar y leer mis cuentos de príncipes y princesas encantadas.

No me di cuenta del secreto que guardaba aquella habitación hasta que tuve 12 años. Era primavera y mis padres se habían ido a Valencia con el Seiscientos a comprar una flauta con mi hermana. Me hicieron quedarme con mi abuela porque tenía algo de fiebre y no había pasado buena noche. Mi abuela quería que nos quedáramos en la sala de estar de la primera planta, pero yo no quería y le insistí hasta que conseguí que la chica del servicio bajara un colchón pequeño a la habitación del orejero.

Una vez tumbada y tapadita hasta los ojos, los cerré, mi abuela se sentó en el orejero y le pedí que me leyera uno de mis cuentos, auqnue ya estuviera crecidita para ellos. No me dijo que no, pero vi como cogía el cuento de La Cenicienta con pavor, lo abrió y me dijo que no podía leérmelo porque no tenía las gafas para ver de cerca allí en ese momento.
Como si me hubieran dado un pichazo en los ojos los abrí mirándola fijamente sin que ella me viera. Mi abuela no usaba gafas para ver de cerca. Mil imágenes me vinieron de golpe a la cabeza y en todas ellas, ella nunca salía leyendo nada, ni un pamfleto. Ahora entendía porque cuando íbamos a comprar movía los botes de tomate, para saber si eran tomates enteros o triturados. Comprendí que mi abuela era analfabeta, pero no me atreví a decirle nada.

Y nunca le pregunté el motivo. Nunca. Con los años supe porqué. Vivió toda su vida sin saber leer, ni escribir y tuvo una buena vida. Con eso le bastaba.

jueves, abril 8

El presente es el futuro del pasado

Si hace unos años me hubieran dicho que hoy estaría donde estoy, no me lo hubiera creído. Pero lo más alucinante no es eso. Lo más alucinante es parar, girarse y mirar el camino recorrido. Ahí sí que se flipa de verdad.
Hoy estoy en mi tienda, mirando a la gente pasar a través del cristal del escaparate. Por delante de mi transcurren mil histórias cada día.
Son las histórias de de cada uno de nosotros. Ésas que para uno mismo siempre son las más importantes y de las que creemos que no le pasan a nadie más que a nosotros mismos. O, en su defecto, las que créemos que les pasan a los demás, pero 'no me pueden pasar a mí' porque son cosas tan exageradas, graves...en definitiva, tan radicales, que eso no puede pasar ¡hombre!.
Pues nos pasa. Así, sin más. Un día te levantas y te ha tocado la lotería. ¿Qué? Eso le ha pasado a mucha gente. ¡Y cómo les cambia la vida!
O un día te levantas y te duele el estómago. Vas al médico, te mira raro, te pide unas análiticas, te sigue mirando raro, te pide un Tac y entonces te ingresan. Ahora la que mira raro eres tú. El resto, que cada uno de vosotros se lo imagine.
Por eso, porque nunca se sabe qué va pasar y porque lo que pasó ya no volverá a pasar, sólo cuenta el día a día, el instante. No se vive nada más.
Por lo tanto, vivamos el presente y no nos atormentemos con el pasado o el futuro.

(Esto es algo que yo intento aplicarme cada día...a veces lo logro, a veces no).