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miércoles, diciembre 22

Una agenda en el tren

Era martes por la mañana. Mi tren iba con retraso y hacía mucho frío en el andén. Todos los días solía encontrarme con la misma gente y yo que soy muy observadora y que tengo una imaginación inagotable, jugaba a intuir cómo habría sido la noche anterior en sus casas, qué tal habrían dormido, si tenían o no pareja o si se levantarían muy temprano o muy tarde dependiendo de cómo iban vestidos ellos y maquilladas ellas.


Pues sí, todos los días solíamos ser los mismos allí apiñados frente a una línea amarilla que decía 'mind the gap'. Todos queríamos coger asiento y sobre todo al lado de alguien tranquilo que nos dejara leer o escuchar música.

Recuerdo que ese martes había olvidado mi iPod en casa y no llevaba más que la prensa gratuita de la entrada de la estación como distracción y, la verdad, las noticias no me resultaban nada atractivas a esas horas....Prefería música, pero no había, así que me dediqué a observar de nuevo a la gente de mi vagón. Frente a mí estaba la señora mayor de la flor en la solapa. Era una mujer de mediana edad que tenía pinta de desempeñar algún tipo de trabajo social. Lo digo por su buena cara cada día, sus broches a modo de flores en vivos colores que combinaba según el abrigo y porque además yo mando en mi imaginación y éso el lo que me hubiera gustado que hiciera.
A la derecha, la niña pequeña de la mochila rosa con las ruedas más ruidosas que os podáis imaginar. Era horroroso oírla llegar cada mañana, pero parecía buena niña y solía portarse muy bien una vez quietita en su asiento. A mi izquierda, el estudiante de universidad. Lo supe por los libros que leía sobre álgebra, que me llamaron la atención y porque un día sin más me lo contó (qué le voy a hacer si parece que tengo cara de atención al público).

Así que ese día estábamos todos los de siempre......¿o no? ¿Quién era aquel chico que estaba sentado detrás de la mujer de la flor en la solapa? No lo había visto nunca. La curiosidad me invadió el cuerpo y la idea de verle la cara, aunque sólo fuera de perfil, se me apoderó por completo. Piensa, piensa me decía mí misma. ¿Qué podía hacer? Mientras pensaba en alguna ocurrencia, el tren llegó a su primera parada y vi que él se levantaba, comenzaba a darse la vuelta hacia el lado de la puerta y cuando por fin iba a ver su rostro, se le cayó el maletín y con un movimiento rápido lo recogió y salió del tren de un salto.
Sólo pude verle un lado de su rostro, pero me pareció atractivo. Cabizbaja como me quedé por no haber podido completar mi curiosidad, posé la mirada hacia su asiento y vi que había algo pequeño. Era una agenda. ¡Oh, gracias hadas de los trenes!

Me levanté y la cogí y entonces pensé que no debía abrirla y que lo civilizado era dejarla en el punto de información de mi parada para que lo localizaran y se la devolvieran, pero ¿y si no estaba su nombre, ni su dirección, ni su teléfono? Había que averiguarlo.

Volví a mi asiento y me la metí en el bolso. Al llegar al trabajo, la saqué como si aquello fuera uno de los incunables más valiosos del mundo y comencé a leerlo.

Era un diario. Era su diario. De repente me invadió una especie de sensatez y cuando iba a cerrarlo, vi que en un día de la semana anterior hablaba sobre una chica del tren en quien se había fijado. ¡Era yo! ¡Hablaba de mí! ¡Aquello era la repera! Estaba en mi trabajo, leyendo las opiniones que un desconocido tenía sobre mí y decía que le parecía guapa y que le transmitía alegría allí sentada cada día en el tren cerca de él. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta de su presencia?

Poco más decía, no seáis malpensados. Eso tengo que aclararlo, pero una ola de emoción invadió todo mi ser dejándome tonta para todo el día.

A la mañana siguiente lo busqué en el andén y no le vi. Y así día tras día durante semanas, hasta que un buen día lo vi amarrado a su maletín y a un café del Starbucks. Tal como le vi, comencé a acercarme a él y cuando estaba a un metro, se me quedó mirando inquieto, saqué su diario, se lo mostré y su rostro se tornó del color más rojo que os podáis imaginar. Le cayó el café, se puso a balbucear, no sabía que hacer. Entones, cuando se quedó inmovil de nuevo, se lo puse en la mano, me acerqué a su oído y le susurré "tranquilo, el próximo café lo pago yo".

Moraleja: Hay que mirar más a nuestro alrededor, sino se nos pueden escapar los trenes de la vida.

jueves, noviembre 11

El dolor alegre

¿Por qué se da por hecho que un adulto es inmune a comprender o sentir de nuevo los sentimientos que se tienen en la adolescencia? ¿Y por qué hay adultos que ven en eso un signo de inmadurez?

Sentir por dentro y reflejar todo eso no debería ser sancionado por nuestro entorno como una niñería, sino todo lo contrario. Difícil es hoy día encontrar a alguien que todavía sea tan puro como somos cuando niños.

Raramente encuentro gente así e incluso he llegado a pensar que soy una especie en extinción. Tampoco me considero la única, y creo y mantengo la esperanza de que algunos hombres y mujeres hay todavía con esa rara sensación, de que nunca abandonamos del todo aquellos sentimientos puros, sanos e inocentes que una primera vez sentimos, en todos los ámbitos de nuestra vida, tanto en lo conyugal como en lo familiar, lo laboral, etc.

El primer amor, el primer viaje sin los padres, la primera vez que tu padre o tu madre te dijo lo orgulloso/a que estaba de ti, la primera subida salarial!..... Recordar esas emociones a lo largo del paso de los años y expresar esa emoción no es malo, sobre todo cuando a quien recuerdas ya no está.

Y todo esto es necesario. Sobre todo porque es lo que nos define, lo que nos ha hecho llegar a ser como somos hoy día. Porque recordar a alguien que ya no está y llorar a lágrima tendida, sentado en el sofá mirando por la ventana con la esperanza de que asomará sólo por un instante para poder volverle a abrazar, no es más que la sensación de que estamos vivos y seguimos amándolo.

A veces hay que dedicar momentos al recuerdo y aunque algunos duelen, son un dolor alegre.

viernes, septiembre 17

Algunos hombres malos

'Hola, soy Lola, tengo 24 años y estudio diseño de interiores'. Así fue como me presenté al que luego fue mi marido y posterior ex-marido.

Entró por la puerta de mi oficina un día de lluvia. Estaba empapado. La camisa la tenía ceñida al cuerpo y pude notar la tableta de chocolate tan tremenda que tenía.
Como compañero era un capullo, pero cuando coincidíamos en el bar a la hora de comer me regalaba sonrisas y cumplidos que yo, como soy así de corta algunas veces, no sabía interpretar.

Tal fue mi despiste con las señales del amor, que un día sin más me dejó caer que no tenía con quien pasar las navidades, así que le invité. Primero miró al techo, luego al suelo, después a mis ojos y sonriendo me dijo 'creí que nunca te enterarías'. La verdad es que tengo que reconocer que no me enteré. Incluso en ese momento no pensaba que quisiese nada conmigo. Un tipo tan buenorro como él y tan espectacular ¿dónde iba con una chica pequeñita, delgaducha con ropa de mercadillo?

Pues sí....Sí....Me enamoré perdidamente de él. Me trataba de maravilla. Me llevaba a buenos restaurantes y a lindos sitios a por ropa nueva. Aprendí mucho de él.
Un día, al poco de vivir juntos y tras un maravilloso crucero de luna de miel, me prohibió bajar a por el pan con una falda roja, una camiseta negra y unas chanclas de ir a la playa.
Otro día, me dijo que no me riera en un restaurante porque todo el mundo me miraba. En el pub de un amigo me prohibió bailar. Y así una larga lista de reproches, prohibiciones y mandatos estúpidos que minaron mi personalidad y mi relación para con los demás.

Duró años el maltrato psicológico y no lo supe ver hasta que un buen día, harta ya, no sé cómo y por qué, me senté a su lado en el sofá, le miré triste y le dije: 'Quiero separarme, ya no te quiero, no soy feliz contigo, me das asco y no soporto ni que me toques en la cama. Me voy a vivir con mis padres'.

Y el mundo se cayó a mis pies, el dolor invadió mi pecho y una faja de angustia rodeó mi alma. La sensación de que me había robado los mejores años de mi vida me martirizó durante largo, pero con el tiempo lo superé y ahora estoy casada con un cantante muy famoso, tengo una casa en Miami y cinco hijos maravillosos.

Moraleja: Todo pasa. Duele, pero pasa.

lunes, mayo 31

Brad Pitt sí es amigo mío

En 1995 se celebró el primer FIB en Benicasim y decidí ir. Nunca antes había ido a un macro concierto de ese calibre. Siempre había estado en salas pequeñas y en algún que otro pabellón deportivo, pero jamás con tantas actuaciones una tras otra.

No había razón alguna para no ir a vivir aquella experiencia tan emocionante. Trabajaba, tenía mi propio dinerito, mi piso recién estrenado y un montón de amigas dispuestas a pasarlo bien. ¿Por qué no íbamos a ir?

Bajo la supervisión del padre de Marta, dejamos nuestro pueblo para ir a Benicasim con mi coche.

La llegada fue horrorosa. La carretera N-340 estaba colapsada por el tráfico y la Guardia Civil no podía con todo aquello. Era la primera vez y se notaba.
Mientras tanto, cantábamos y bailábamos dentro de mi coche a ritmo de Supergrass y mucha gente que acudía al FIB a pie por el arcén de la carretera se unía momentaneamente a nuestra pequeña actuación.

Tras un par de horas de atasco conseguimos aparcar en un descampado y llegar a tiempo al recinto para los conciertos.

Había tanta gente. Pero tanta, tanta, que conocía a casi todos, jajaja...Los otros, los que no conocía, eran los guiris. Había cada chico más guapo y cada chica más mona también. Todo hay que decirlo. Si te quedabas sentada en el suelo en zona de paso, era como ver un desfile de tendencias de moda.
Yo que sólo había salido un par de veces de España por aquel entonces, estaba anonadada con tanta tribu urbana.

Las chicas fueron a por cervezas y yo me quedé vigilando el sitio. Al poco llegaron y los conciertos comenzaron.
Gritos, mecheros, cervezas volando...Aquello fue todo al aire. La gente se despiporró. Tras unos cuantos saltos, gritos y cervezas, la cabeza ya comenzaba a dar vueltas y la visión se duplicaba haciéndome parecer que vivía doble la experiencia.
No me emborraché, pero sí pillé un punto gracioso. Una panda de guiris se nos acercó con cervezas y porros, y allí comenzó una de las mejores charlas en inglés que he tenido jamás. Uno de los chicos a primera vista era raro. No había mucha luz, pero no se quitaba las gafas de sol. Llevaba gorra y tenía una barba muy tupida y gruesa y sólo sonreía. Por cierto, qué sonrisa más bonita tenía.
Mis amigas fueron a por más cervezas con sus amigos y él y yo nos quedamos charlando tan a gusto. Sentí que había valido la pena aquellos cursos de inglés intensivos de verano que me había pagado mi padre. Era de Oklahoma.

Estuvimos charlando de música, de viajes, de música, de ropa, de música y de cine. Cuando le pregunté qué tipo de cine le gustaba más, sonrió, se echó hacia atrás y ladeó la cabeza un poco hacia un lado y hacia delante asomando sus ojos por encima de los cristales. Seguía mudo, pero sonreía. Le pregunté de nuevo y ¡me soltó un rollo!!!

¡Cómo sabía de cine el hombre! Me contó que tenía un amigo que era productor y que algunas veces le había dejado ir a algún rodaje. La cuestión es que estuvimos horas y horas, y no paraba de beber hasta que de repente calló y se quedó dormido. Yo estaba contándole una historia sobre mi infancia cuando de repente noté su cabeza en mi hombro y oí un ronquido.

El resto del grupo hacía rato que se había marchado a intentar llegar a primera fila de escenario. Yo me quedé allí con él y entonces me dí cuenta de que no sabía su nombre. Pero él el mío tampoco.

Pasaron las horas y Marta apareció comiéndose la boca con uno de los guiris. '...Que me voy con él a la playa Lola...' y sonrió. Le guiñe el ojo ladeando la cabeza hacia donde estaba mi guiri y se empezó a reir. Ni puñetera gracia pensé yo, pero bueno, era lo que había.

Al final de la noche todas se marcharon con los guiris y quedé con ellas y ellos que yo llevaría al mío, que se llamaba Bob, a dormir en cuanto abriera un ojo.

A los cinco minutos le di un codazo en el lado y lo desperté. Todavía estaba borracho y le dije que se espabilara que lo iba a llevar a su hotel y me dijo '¿Qué hotel?'.....¡Perdón! ¿Cómo qué que hotel? pensé.
Como pudo me explicó que él no conocía de nada a los chicos con los que había venido. Que se los había encontrado por Benicasim pueblo y le dijeron que se uniera a ellos para poder llegar al recinto. Que él había venido sólo al FIB porque había alquilado una casa frente al mar cerca de un hotel muy bonito. Y se volvió a dormir.
¡Joder! ¡Joder! Menudo muerto me había caído.

Pero no podía dejarlo allí. No. Una vez me pasó algo parecido a mi y pensé que aquello era una forma de devolverle el favor al mundo por haberse portado bien conmigo anteriormente.

¿Y qué hice? Pues llevármelo a mi casa. Llegamos bastante bien al coche porque lo espabilé de nuevo, pero una vez en mi pueblo, metí el coche en el aparcamiento subterráneo y el trabajo fue mío para llevarlo hasta el ascensor.
Llegamos y lo solté allí dentro. Se quedó sentado sobre sí mismo en el suelo con la cabeza hacia delante. Lo puse bien y recé para no encontrarme a ningún vecino. Era ya casi de día.

Lo dejé en la habitación de invitados que se componía de un colchón en el suelo y ya está. Y allí se quedó.

Por la tarde, se despertó y oí que entraba en el baño. Decidí que no tenía ganas de verlo, así que me quedé sentada en el sofá. Estuvo un buen rato, oí la ducha, los grifos, etc..Salió por el pasillo todo afeitadito, limpio y sin gafas ni gorra, me miró todo serio y me dijo '¿quién eres tú?' y yo lo miré... lo miré de nuevo....abrí la boca, me puse las manos en la misma....me puse de pie en el sofá y le dije 'Yo soy Lola y tú...¿eres Brad Pitt?'.

Y desde entonces somos amigos. Me ha invitado a los Oscar varias veces, pero desde que se juntó con Angelina, ya casi no me llama.

¿Qué le voy a hacer si las mato callando?

lunes, mayo 3

El shock adolescente de Lola

Cuando Lola tenía 16 años pasó por uno de los momentos más felices de su vida. Su sensación de ser parte del mundo era tan fresca cada día, que podía sentirse parte del mundo sin necesidad de cuestionarse absolutamente nada.

Las amigas de Lola eran casi todas del instituto, pero había una que no pertenecía a ese grupo. Se llamaba Yolanda. Yolanda era un poco bruta, dejada y animal - para qué nos vamos a engañar-. También tenía un fondo locuelo, alegre y dicharachero, y un gran corazón.

Yolanda no tenía muchas amigas y a Lola le encantaba pasar el rato con ella porque era distinta al resto de sus amigas del instituto.

Una tarde de mayo, Yolanda llamó a Lola y quedaron que a las tres pasaría a por ella con el Vespino de color azul celeste metalizado e irían a dar una vuelta por ahí a fundirse las 200 pesetas de gasolina que le había puesto al depósito.

Iban sin ton ni son. Simplemente quemando la gasolina y disfrutando del paseo. A la media hora ya estaban recorriendo la carretera que había frente a la playa y Yolanda le comentó a Lola de parar allí y dar un paseo por la playa del Gurugú. Hacía un sol espectacular. La olas rompían en la orilla por propio desvanecimiento. Era casi una tarde de verano.

Y así fue. Yolanda se quitó parte de la ropa quedándose en paños menores. Para Lola todavía hacía frío para meterse en el mar. Mientras Yolanda tomaba el baño, Lola dibujaba corazones y flechas en la arena cuando de repente oyó su nombre desde el agua y al alzar la vista vio algo que nunca se imaginó que podría llegar a ver.

Yolanda agarraba un cagallón con la mano derecha y alzaba el brazo zarandeándolo de lado a lado a la altura de su cabeza toda sonriente mientras gritaba '¡Mira!! ¡Mira!!!'.

Lola pensó primero, '¡Coño!' y acto seguido, '¡Se ha encontrado una mierda en el agua! ¡Qué asco!'.

Siguió pensando, '¿Por qué sonríe?'......y en una décima de segundo se dio cuenta. La mierda no era una mierda que flotaba. No. Era su mierda.

Desde aquel momento Lola dejó de ver a Yolanda con los mismos ojos.

Los años han pasado y Lola y Yolanda no se han vuelto a ver. Yolanda es madre de tres niños y está felizmente casada. Lola tiene un trauma: no soporta oír la palabra 'caca'.

jueves, abril 15

El niño de capital

La casa de mis padres estaba aislada en una zona antiguamente arrocera cercana al mar Mediterráneo. Desde el tejado de la casa se podía ver el mar que quedaba a unos 25 minutos andando tranquilamente.
Por la profesión de mi padre vivíamos allí, alejados de la ciudad y en plena tranquilidad.

Todos teníamos nuestra 'parcela' privada en la casa y nuestras tareas. Cada uno sabía cuál era su espacio y cómo no debía inmiscuirse en el del otro.

El que más espacio tenía para sus cosas era el abuelo. Cuidaba del huerto de la casa cada día y del jardín también.

Yo solía salir de mi habitación antes de la hora del almuerzo del abuelo: ensalada de tomate, cebolla cruda, ajo picado, aceite y sal, pan del día, un trozo de mojama y, algunas veces, queso de Catí. Un vaso de vino tinto con gaseosa y una nieta muy espabilada que le quitaba trozos de pan para mojar en el aceite que quedaba en el plato antes de que la abuela lo retirara de la mesa.

Una vez almorzado, le acompañaba al huerto para seguir sus órdenes. 'Abre la compuerta'...'Quita esa mala hierba'...'Las judías se recogen así'...'No pases por ahí que está embarrado'...'¡Lola, no te comas las habas!'...Jajaja...Eso era lo mejor, cuando nos sentábamos después de trabajar (bueno, él, no yo) y habíamos recogido las habas o las alcachofas. Solía pedirme que le bajara bacalao seco y pan, y mientras pelaba las habas yo mordía el bacalao, me metía una haba cruda y un trozo pan, todo a la boca...¡Estaba buenísimo!

Y eso no era todo. Nos sentábamos en el reguero y cogíamos las hojas de las alcachofas crudas y nos las comíamos. Luego un trago de agua del botijo y la boca se refrescaba de lo lindo.

Al final del verano arrancaba las tomateras, aunque tuvieran algún tomate verde y las colgaba sobre un árbol frutal para secar y que el resto de tomates que quedasen madurasen con el sol.

Recuerdo un año (yo tendría unos 8 años) que vino una visita a casa a ver a mis padres. Eran de Madrid, si no recuerdo mal, y venían con un niño que tendría un año o dos menos que yo. Me lo encasquetaron para ir a jugar al jardín mientras los 'mayores' charlaban de sus cosas.
Estuvimos jugando como me pidieron y cuando los mayores decidieron que ya habían charlado bastante, salieron al jardín a contemplar las macetas de mi madre y pasaron a ver el huerto.
El niño también quiso ir detrás de sus padres, así que entramos todos al huerto. Cuando ambos, padre e hijo, vieron el peral con las tomateras colgando, realmente no sé quién tenía más delito, si el padre porque le dijo al hijo '¡Mira hijo!..¿ves? las verduras no crecen en las verdulerías, sino en el campo', o el niño que respondió '¡Hala!¡No sabía que los tomates crecían de los árboles!'.

Impactante. Por aquel entonces yo creía que todo el mundo sabía las mismas cosas que yo. Supongo que por la inocencia de la edad.

viernes, abril 9

El secreto de la habitación del orejero

La casa de mi abuela era una casa antigua de techos altos y papel ornamental en las paredes. Las lámparas eran de farolillos o de bombillas imitando pequeños cirios. Era una casa enorme de tres plantas.

La segunda planta estaba destinada a guardar los trastos viejos, los libros del cole de cuando mi padre era pequeño, algo de ropa, muebles viejos y todo tipo de enseres inservibles ya por el tiempo. Vamos, que era una especie de desván.
La primera planta era la planta donde se ubicaban los dormitorios, el baño, la sala de estar, el comedor, un pasillo repleto de retratos familiares, un perchero de pared muy original de color dorado al lado de la escalera de acceso y un colgador de llaves recuerdo de su viaje de novios a Valencia con la foto de una fallera pintada con anilinas.

La planta baja era mi favorita. Al fondo estaba la cocina y la habitación del servicio. Luego una especie de recibidor/distribuidor donde comenzaba la escalera de acceso a las plantas superiores y en la parte de la entrada, la puerta roja con la aldaba dorada en forma de mano de señora, con pulsera incluida, y, también, una ventana que daba a la habitación del orejero floreado.

A esa habitación se entraba por el distribuidor. Desde dentro se podía ver la calle a través de los visillos del ventanal. Mi abuela nunca los descorría porque decía que la veían desde la calle, pero yo sé que cuando se sentaba en el orejero, dejaba el visillo un poco entreabierto para controlar a las vecinas de la calle.
Solía coser y hacer punto en su orejero. La verdad es que entraba siempre mucha luz. Recuerdo el día que me senté por primera vez en ese sillón. Me daba la luz del sol en los pies, que me colgaban, y me quedé dormida.
Era mi habitación favorita de la casa. Allí solía pintar mis dibujos, hacer los deberes después del cole, comerme la 'rua' de aceite y azúcar y leer mis cuentos de príncipes y princesas encantadas.

No me di cuenta del secreto que guardaba aquella habitación hasta que tuve 12 años. Era primavera y mis padres se habían ido a Valencia con el Seiscientos a comprar una flauta con mi hermana. Me hicieron quedarme con mi abuela porque tenía algo de fiebre y no había pasado buena noche. Mi abuela quería que nos quedáramos en la sala de estar de la primera planta, pero yo no quería y le insistí hasta que conseguí que la chica del servicio bajara un colchón pequeño a la habitación del orejero.

Una vez tumbada y tapadita hasta los ojos, los cerré, mi abuela se sentó en el orejero y le pedí que me leyera uno de mis cuentos, auqnue ya estuviera crecidita para ellos. No me dijo que no, pero vi como cogía el cuento de La Cenicienta con pavor, lo abrió y me dijo que no podía leérmelo porque no tenía las gafas para ver de cerca allí en ese momento.
Como si me hubieran dado un pichazo en los ojos los abrí mirándola fijamente sin que ella me viera. Mi abuela no usaba gafas para ver de cerca. Mil imágenes me vinieron de golpe a la cabeza y en todas ellas, ella nunca salía leyendo nada, ni un pamfleto. Ahora entendía porque cuando íbamos a comprar movía los botes de tomate, para saber si eran tomates enteros o triturados. Comprendí que mi abuela era analfabeta, pero no me atreví a decirle nada.

Y nunca le pregunté el motivo. Nunca. Con los años supe porqué. Vivió toda su vida sin saber leer, ni escribir y tuvo una buena vida. Con eso le bastaba.

jueves, abril 8

El presente es el futuro del pasado

Si hace unos años me hubieran dicho que hoy estaría donde estoy, no me lo hubiera creído. Pero lo más alucinante no es eso. Lo más alucinante es parar, girarse y mirar el camino recorrido. Ahí sí que se flipa de verdad.
Hoy estoy en mi tienda, mirando a la gente pasar a través del cristal del escaparate. Por delante de mi transcurren mil histórias cada día.
Son las histórias de de cada uno de nosotros. Ésas que para uno mismo siempre son las más importantes y de las que creemos que no le pasan a nadie más que a nosotros mismos. O, en su defecto, las que créemos que les pasan a los demás, pero 'no me pueden pasar a mí' porque son cosas tan exageradas, graves...en definitiva, tan radicales, que eso no puede pasar ¡hombre!.
Pues nos pasa. Así, sin más. Un día te levantas y te ha tocado la lotería. ¿Qué? Eso le ha pasado a mucha gente. ¡Y cómo les cambia la vida!
O un día te levantas y te duele el estómago. Vas al médico, te mira raro, te pide unas análiticas, te sigue mirando raro, te pide un Tac y entonces te ingresan. Ahora la que mira raro eres tú. El resto, que cada uno de vosotros se lo imagine.
Por eso, porque nunca se sabe qué va pasar y porque lo que pasó ya no volverá a pasar, sólo cuenta el día a día, el instante. No se vive nada más.
Por lo tanto, vivamos el presente y no nos atormentemos con el pasado o el futuro.

(Esto es algo que yo intento aplicarme cada día...a veces lo logro, a veces no).

martes, marzo 30

La ilusión de Lola

Me hacía una ilusión tremenda tener un negocio propio para no tener jefe nunca más. Tomé la decisión de irme de la oficina y aprender un oficio relacionado con el mundo de los números y así fue. Aprendi a troquelar números, a pintar números, a colgar números, a borrar números e incluso a hacer esculturas y cuadros con números y en forma de números.
Abrí mi tienda de números un 8 del 8 de 1988 y la llamé La tienda de los Ochos. Comencé a vender números para la gente. Algunos se los levaban puestos, otros se los comían, otros los querían para regalar o decorar....en definitiva el negocio ha ido muy bien.
Nunca soñé con ser mi propia jefa, pero ahora que lo soy me enorgullezco de serlo y de tener más tiempo libre. Ya no cuento los segundos, ni los minutos que me quedan para comer. Ni las horas que pierdo a la semana en ir y venir del trabajo. Tampoco me preocupa cuando voy a tener vacaciones y lo mejor de todo: tengo un gestor que me lleva los números.

¡Qué gracia eh!

martes, marzo 23

Qué grande era el mundo

Cuando era pequeña el mundo era de tamaño XL y todo era más divertido. Hay muchos recuerdos divertidos y tristes en la infancia. Curiosos o peculiares, suelen haber menos.

Recuerdo un día, jugando en el portal de la finca donde vivíamos, que estabamos unas cuantas vecinas jugando al escondite. Hoy miro ese portal y es enano, pero entonces era más grande que mi cuarto.

Éramos cuatro jugando al escondite. Valía subir por las escaleras. Salir a la calle hasta cierto punto o subir en el ascensor. No recuerdo bien porqué...Yo era muy niña, las luces del portal se apagaron y entró un vecino(por Dios, nunca revelaré su identidad) y me escondí detrás de la puerta de entrada que era de cristal. Sí. Cristal. Eso transparente que no deja lugar a dudas para ver lo que pueda haber detrás.

Pero....¡Magía! No me preguntéis cómo, pero me hice invisible a los ojos de mi vecino mientras esperaba el ascensor. Se giró mirando hacia la calle a través del portal y estando yo allí acurrucada como una bola al lado del marco de la puerta, se quitó la dentadura postiza superior y se la volvió a colocar con la lengua en un plis.

Pom-pom me hizo el corazón. ¡Qué horror!...¡Madre mía qué fuerte! Nunca había visto algo igual en mi vida. ¡Qué yo tendría unos 10 años por favor! No me voví. Me quedé quieta sin poder moverme flipada con lo que había visto. No sé ahora mismo si lo que más sentí fue asco y repelús o miedo.

Sólo sé que desde entonces no le he vuelto a mirar con los mismos ojos.

La peluca de mi abuela

Era un día de niebla y yo no quería salir de casa....Por aquel entonces tenía 16 años y era bastante inmadura.

Mi abuela se había ido a su cuarto a vestirse para comenzar el día y yo estaba tirada en la cama esperando a que todo el mundo dejara de hacer ruidos para seguir durmiendo. Pero me ponía de tan mala leche que no conseguía conciliar el sueño de nuevo. Ésa mañána mi abuela entró en mi habítación para decirme que el desayuno estaba listo.

Remugué y remugué pero al orír las palabras 'magdalenas recién hechas' no lo pude evitar.....Salí de allí como alma que lleva el diablo y en una de esas zancadas voladoras que me hacían casi volar hasta la mesa, pasando por el pasillo y por la puerta de la cocina, vi a mi abuela agacharse para abrir la puerta del horno y me percaté. Me quedé de estacada de pie frente a la puerta de la cocina. Ella no me vio.

Nunca me había dado cuenta, pero vi como con sus manitas de anciana se cogía las puntas traseras de su cabellera por encima de la nuca para estirar hacia abajo y apartársela de la frente. ¡ Y se movía! ¡ LLevaba peluca y se le había ido hacia delante! Ostras pensé. ¿Qué hago? ¿Me hago la longuis?
Pues sí, eso hice, la longuis y me senté en la mesa a esperar mis magdalenas. Cuando llegaron olían que te morías. El resto de la familia se apresuró a coger las suyas y sólo me dejaron una.

Miré a la súper magdalena premiada con un viaje subterráneo por mi cuerpo serrano. La cogí, me la acerqué y cuando estaba abriendo la boca mientras acercaba aquella súper magdalena, lo vi. Un pelo de la peluca de mi abuela se había medio fundido con el calorcillo de la magdalena.

Jooooooo.........Joooooooo.......Ahora no me la como.........Joooooo.....y tras cinco segundos de reflexión pensé 'Es mi abuela y la quiero....y lavará la peluca de vez en cuando'. Así que me la zampé, con pelo pegado y todo.

Por amor somos capaces de cualquier cosa. Y por hambre más.